Romper(se)

Durante aquellos años pensaba que envejecería a su lado. Quería hacerlo. Soñaba planes compartidos y me ilusionaba con cada paso que dábamos. No era fácil. Pero era especial. Compartíamos una vida de momentos y momentos que parecían una vida. Era feliz. Pensaba que eso era la felicidad absoluta. Que nada podría quebrarlo. Que todo era eso.
Me equivoqué. Como tantas otra veces. Me equivoqué soñando al lado de quien no soñaba por mí. Moría por quien no moría (ni vivía) por mí. Tropecé. Como tantas otras veces. Y me rompí en el mismo instante en el que él decidió acabar con aquello. Terminar con esos momentos que parecían una vida. Que eran mi vida.
Me rompí y tardé en recomponerme. Compré pegamento barato para unir aquel corazón hecho pedazos. Tan barato que siempre volvía a despegarse, a romperse, nunca se volvía a (re)construir. Pegamento de malo. Del que encima que no pega deja rastro.
Me rompí muchas veces más. Todas en las que intenté recomponerme. Nadie era él y él ya no era nadie. Nada. Y nada puede convertirse en todo cuando nadie consigue convertirse en él.
Pero, a veces, todo lo malo tiene que suceder para saber apreciar lo bueno. Que lo bueno parece infinitamente mejor después de haber pasado por todo lo infinitamente malo. Equilibrio.
Y, al final, todo tiene un sentido. Y, al final, das con aquel pegamento que es incapaz de despegarse y tu corazón se vuelve más fuerte que nunca. Sin grietas. Sin hueco por donde se cuele el dolor. Porque, al final, todo es quien sabe convertirte en todo para él.